Pasaron treinta años y estas son las consecuencias ya que se
comprueba que la diagnosticaron mal.
Dos médicos uno para empezar, y otro que se ha propuesto acabar
esta historia real. Fuel el diagnostico erróneo, cuando los médicos juegan a políticos
y tratan la ciudad como pacientes, y prescriben tal que fueran enfermedades.
Dijeron que no estaba bien, y le realizaron una intervención
municipal tan invasiva que acabaron con ella despiadadamente, con lo que podía haber
sido y no hubo nada, treinta años.
La Encarnación llenó su historia, principio y fin, con
colegas de Hipócrates de Cos. Mira por donde la casuística uno el dedo, el otro
el pacto, médicos.
Combatía las dolencias articulares con ungüentos, la pomada del tigre, la de la calle Relator, todo un mundo, guardado en redondas cajitas de madera. Farmacopea del monte. Mortero de mármol. Proclama de la maceración, del cocimiento y de la infusión, junto con las bondades del té del moro. Aula abierta de Patología, en la Encarnación.
No era medico, acaso fitoterapeuta, posiblemente ni existiera
el titulo, pero la eficacia de su saber, alivió mucho dolor cuando la
penicilina se conseguía de matute, el rotex de contrabando y el caucho
preventivo era tabú.
Doctos cursos de higiene a viva voz en plena calle. La suya,
rotunda y sonora, alta y clara, retumbaba en el eco de la calle con los
alegatos al lagarto mucho antes de que llegaran las escamas de saquito, el
tu-tu y las perlas del esse y omo.
Ese era el hombre. Secador de llagas y ulceras, eliminaba
forúnculos y beatas de aljofifar y erradicaba los molestos golondrinos.
Regulaba la tensión y las reglas, reducía las almorranas y abría bocas de
granos ante la admiración de los
presentes.
Discretamente, mano
de santo en las venéreas purgaciones de la Alameda, ¡Ay, Alameda! Una mirada de
Basilio, era como un scanner y analítica en sus ojos, le bastaba mirar a la
persona, para emitir el certero diagnostico que, el consultante ante el corro de
los mirones, asentía con la cabeza gacha, toda la letanía de los síntomas del
padecimiento detectado, y para todos, tenía la solución, como la canción. Son
las cosas de la vida.
Lo difícil es hacerlo no decirlo. Ante tantos problemas, los
médicos, a veces no encuentran el remedio, no porque no lo tenga, sencillamente
porque no ven al enfermo y recetan de oído. El colectivo exige disponer del tiempo
suficiente para atender debidamente a cada paciente.
Fue una pena que Basilio no estudiara Medicina. Lo mismo hubiera
sido alcalde, con sentido común. Cuando se marcho por los campos de heliotropos,
adonde se mudó la Susona, la Encarnación podría haber sido salvada, apenas con
una mirada de certero diagnostico, pero él se dedicó siempre a lo que sabía
hacer ver y curar enfermos.
Sevilla a 1 de Noviembre de 2003
Francisco Rodríguez Estévez
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