jueves, 30 de octubre de 2014

Historia real

Pasaron treinta años y estas son las consecuencias ya que se comprueba que la diagnosticaron mal.
Dos médicos uno para empezar, y otro que se ha propuesto acabar esta historia real. Fuel el diagnostico erróneo, cuando los médicos juegan a políticos y tratan la ciudad como pacientes, y prescriben tal que fueran enfermedades.
Dijeron que no estaba bien, y le realizaron una intervención municipal tan invasiva que acabaron con ella despiadadamente, con lo que podía haber sido y no hubo nada, treinta años.
La Encarnación llenó su historia, principio y fin, con colegas de Hipócrates de Cos. Mira por donde la casuística uno el dedo, el otro el pacto, médicos.
El tío de las yerbas no era curandero, pero curaba. En la calle ancha de Regina, Basilio se ganaba la vida vendiendo sanadores remedios vegetales. En su manta extendida podía encontrarse todo lo que necesitaban los buscadores de salud, de alivio para sus males.
Combatía las dolencias articulares con ungüentos, la pomada del tigre, la de la calle Relator, todo un mundo, guardado en redondas cajitas de madera. Farmacopea del monte. Mortero de mármol. Proclama de la maceración, del cocimiento y de la infusión, junto con las bondades del té del moro. Aula abierta de Patología, en la Encarnación.
Basilio vivía en la calle, calle de Regina, pero su vivienda la tenía en aquella que una calavera recuerda a la desgraciada Susona, en la Sevilla oculta de la judería.
No era medico, acaso fitoterapeuta, posiblemente ni existiera el titulo, pero la eficacia de su saber, alivió mucho dolor cuando la penicilina se conseguía de matute, el rotex de contrabando y el caucho preventivo era tabú.
Doctos cursos de higiene a viva voz en plena calle. La suya, rotunda y sonora, alta y clara, retumbaba en el eco de la calle con los alegatos al lagarto mucho antes de que llegaran las escamas de saquito, el tu-tu y las perlas del esse y omo.
Ese era el hombre. Secador de llagas y ulceras, eliminaba forúnculos y beatas de aljofifar y erradicaba los molestos golondrinos. Regulaba la tensión y las reglas, reducía las almorranas y abría bocas de granos ante la admiración de  los presentes.
 Discretamente, mano de santo en las venéreas purgaciones de la Alameda, ¡Ay, Alameda! Una mirada de Basilio, era como un scanner y analítica en sus ojos, le bastaba mirar a la persona, para emitir el certero diagnostico que, el consultante ante el corro de los mirones, asentía con la cabeza gacha, toda la letanía de los síntomas del padecimiento detectado, y para todos, tenía la solución, como la canción. Son las cosas de la vida.
Lo difícil es hacerlo no decirlo. Ante tantos problemas, los médicos, a veces no encuentran el remedio, no porque no lo tenga, sencillamente porque no ven al enfermo y recetan de oído. El colectivo exige disponer del tiempo suficiente para atender debidamente a cada paciente.
Fue una pena que Basilio no estudiara Medicina. Lo mismo hubiera sido alcalde, con sentido común. Cuando se marcho por los campos de heliotropos, adonde se mudó la Susona, la Encarnación podría haber sido salvada, apenas con una mirada de certero diagnostico, pero él se dedicó siempre a lo que sabía hacer ver y curar enfermos.

Sevilla a 1 de Noviembre de 2003

Francisco Rodríguez Estévez

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