Por primera vez en estos casi cuatro años que diariamente acudo a esta plaza de abastos en temprana hora, cuando no es hora de
clientes y la mayoría de los puestos
permanecen cerrados, ocurrió que al alcanzar la solitaria calle del laberinto, allí,
apoyada en la cristalera, parecía que esperaba una persona.
Todavía estaba oscuro
en ese amanecer por llegar, cuando la luz de la mañana aun no se apreciaba tras
el enorme ventanal, del que no me cabe duda le colocaran la puerta automática,
y aquel hombre, estaba allí aguardando y sin decir nada, salvo que de continuo se
asomaba a contemplar si llegaban las claritas del día, mientras que su impaciencia
le produce una larga espera, acaso hasta la llegada del placero al que parece tiene intención de hacer su compra, cosa que le llevará, según el horario
previsto de apertura, algo más de hora y media.
En estas circunstancias, se hace imprevisible cual es el
valor del tiempo si merece la espera. Después de pasada madia hora, el
observador observado, viene para interrumpirme la inicial tarea cotidiana de preparación de
las vitrinas, a la espera del momento en que me llegue algún cliente.
El buen señor, fidelísimo e incapaz de marcharse, ante los
minutos de tiempo que lleva perdido. Se me acerca al mostrador, y no hago más que preguntarle si desea algo,
al objeto de venderle alguna cosa, y me
formula la pregunta que menos me interesa, quiere que le informe acerca de la
apertura del establecimiento que espera. Cosa que sucederá cuando llegue.
Pudiera ser que la contestación dada fuera desacertada, pues
evidentemente cada cual puede hacer con su tiempo lo que le venga en gana, y
que decir con su dinero, incluso con su paladar. Así pues, continuó su espera.
A veces esperar mucho nos puede hacer llegar tarde. Toda una enseñanza, es como
lo de la pelota en el tejado. En la Encarnación no hay tejado, pero bajo las setas llevo en espera tanto que
el amanecer se me hace ya tarde.
Casi cuatro años para encontrar esa “deorum
cibus”, que me permita el jubilo, y aparte de las “psilosibes” de la carroña,
que no faltan, era de prever encontrar la peligrosa “panterina”.
Ni que decir que el
peligro está en las venenosas, y es que
el en las setas aparecen elementos que la hacen tan perjudiciales que ni el
vinagre ni la miel pueden hacer más, que llegar a tiempo para un lavado
gástrico, pues no puede quedar ni el menor rastro de su breve presencia en la
paredes del vientre. En el de Paris, como los champiñones, Les
Halls se hizo pirámide, en el onfalo del Mundo, hacedoras de funerales.
En las setas, puede
ser cuando menos nocivo, incluir elementos impropios en el que pueden
contaminarse, sin descartar la necrosis, en principio, en las partes cercanas a
lo infecto, que en poco tiempo colmatará el resto, y la fomes
recobrara su sentido de madera vacía después de los siglos.
Será pues el martes, como el Dios de la Guerra, cuando los del
laberinto, tal vez como el de Miceas, que no tuvo toro suelto, que se sepa, y
cuyo origen de mico, no es por “primate”, aunque lo parezca. Entonces estará en
alero si el veneno de la seta, puede acabar, o puede acabar siendo un mito
aquello de todos contra el fuego, del mito de la madera vacía y los
legionarios. Existe la impresión que en la cultural de azogue, que ya nos la
trajeron los fenicios, lo del la plaza poco importa si los placeros se tragan
como le sucedió a Claudio el veneno de las setas que le preparó la
“envenenadora”, que llamada “Langusta” debía de ser para un gusto del disgusto y
se la recuerda porque le metieron todo lo que la del cuello largo le fue posible, el caso es que envenenadora y envenenado, sucumbieron como
la “termithomyces” de los termiteros, extraños xilófagos que hacen crecer el
monstruosos chingulugulu, para acabar en el mercado, como si fuera la oficina
de la entidad bancaria, con final de oráculo, convertida en otra zona mas de
bares y ocio. Qué lejos queda Roma. ¡Y la Pelli!
Sevilla a 14 de Septiembre de 2014
Francisco Rodríguez Estévez
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