lunes, 24 de diciembre de 2007

Tras el sorteo

La segunda opción

Intuía que los niños del soniquete no cantaron ninguno de los números de esperanza que jugaba, esos de los que todos nos hacemos en la ludopatía general del “solsticio” para cambiar los destinos. En la lista oficial pude comprobar que la suerte del ocho, de la Encarnación, no llego a encontrarme, y todo volvió a ser igual en este nuevo invierno recién llegado con amago de lluvia. Circunstancia esta, que decidió que en lugar del previsto día de campo lo cambiara por la segunda opción, acudir a reencontrarme con el Belén que en monasterio instalan los renacidos, aquellos que vuelven a la vida, gracias a órganos donados después de la muerte. En el ventanuco del torno, la madre abadesa que se habia percatado de mi presencia me regala la más limpia de las sonrisas, la del amor que me tiene, y una cajita de pestiños, indicándome que no hay más suerte en la vida que la del amor, y el único gordo que, existe es la salud. ¿Pero, y el dinero? Nada, me contesta con rotundidez. Es evidente que la clausura no es el mundo.
Me marcho viendo en el portal, la figura del Niño que nace en los silencios del convento, pero, a pocos metros, le encuentro en la desgarradora imagen, soberana, de gran poder, del que sufre, y justo al lado, pude ver como le llora en soledad, envuelta en sus lutos, tras la reja de su arrinconada capilla, lagrimas del Cielo, tenues y finas como la que al salir me acompañan por la enladrillada plaza, aun solitaria.
Reparo al deshacer los pasos, como le encanecieron los cabellos al maestro de la gubia con las deposiciones de unas palomas capaces de anidar en la serpiente de una espinosa corona. Un café me reconforta, antes de seguir.
En la vaina del predilecto hijo, son las tórtolas turcas las que se columpian resguardándose de la leve llovizna, cuando aun falta una hora para la del Ángelus, el paseo me lleva a esa plaza de la Gavidia, que ni en mi diccionario viene su significado, y compruebo como también, a la soberbia escultura, de las que se hacían antes, le blanquea el pelo.
Al igual que hace unos años el envolvente artista, Christo, hizo de la de Velásquez un paquete regalo, el edificio desafectado se encuentra envuelto en poemas esperando una rehabilitación inmerecida, en uno, puede leerse que esta ciudad es inexplicable, sobre todo después de lo de la Encarnación. Los magnolios de la plaza se limpiaron con la lluvia que ha cesado. Con lo del solsticio, ni parece Navidad.
Después de adquirir un cupón de ciegos a mi amigo Paco, que amparado en la puerta, los vende en ese carrito del que es prisionero y que le proporciona la libertad a su juventud, de inexplicable anatomía, la tentación me hace entrar donde la estrategia comercial deja sin descanso, en ese día hecho por el mismo Dios que nace, para descansar, tan solo por que los compradores no saben la cantidad de cosas que se pueden hacer, e incluso no hacer nada. Entro por una puerta y salgo por otra.
En el Duque un zoco de baratijas impide ver si a Velásquez le salieron canas. Un árbol repleto de papanoeles simula la campana del café de Paris. La pizarra deteriorada llena de charcos el acerado, en la confluencia con Arguijo el servicio de bombero atiende una emergencia. Las setas de la Encarnación siguen siendo un esperpento. Llega el 10. El día de Navidad, posiblemente me iré al campo.
Sevilla a 24 de Diciembre de 2007
Francisco Rodríguez Estévez

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