Había
llegado el solsticio del verano, y en la noche mágica del fuego, la de los
sortilegios y aquelarres, seguro que nadie me creerá si les digo que me
encontraba en la Luna.
Alguien podría pensar algo me habría afectado, y que de
tanto soñar lo mismo pensaron que encontraría en la inopia, pero no, era la
Luna y allí se me hizo día la mágica noche.
Lo inalcanzable en la distancia, se hizo posible y, resultó
convertirse en un corto trayecto que tuvo velocidad lenta para hacerlo lejano.
Diecisiete kilómetros para encontrarme con un inesperado destino, la Luna.
Algo más de una interminable hora para llegar a esa sombra
cariñosa, cuna que mece cada año el mosto nuevo que nace en los lagares,
recóndito lugar donde tendría lugar el institucional acto de poner el epilogo a
una etapa, como las de contrarreloj, pensando en las de alta montaña que
llegaran después de la jornada de descanso.
Un alunizaje de benbasianos reunidos en el centro de esa
polinesia de adosados, en lo que ha quedado convertida la cornisa aljarafeña al
cambiar olivares, viñedos y naranjos por una demografía de disparates y
atascos.
En la Luna,
la magia era el placer de una brisa agradable, que nos trajo Selene en la noche
del fuego, ideal para la amena charla interrumpida por las viandas ofrecidas y
el moderado beber para un retorno sin sustos.
Con todo ello llegó el momento esperado, en el dulzor de los
postres, de los discursos.
En el salón de mi casa lucirá enmarcada la generosa
distinción, pero lo que hace más relevante al valioso premio no serán los
escasos meritos que en este caso ha tenido quien lo logró por ser un naufrago
solitario, un paco disparando salvas de palabras, que al parecer no fueron
inútiles, pues si no hizo sangre al menos hizo ruido, pero que no pudo evitar
lo que su antagonista se encargó de destruir. Pero ahí estará la hemeroteca
para su desgracia, Sr. Alcalde.
Francisco Rodríguez Estévez
Sevilla 24 de Junio de 2006
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