publicado en VIVA el dia 4 de Diciembre de 2012
Patio de Monipodio
Rafael Sanmartín
Habrá
que pedírselo a la diosa, a ver si todavía no ha caducado la época de los
milagros, pues aquí nadie hace caso ¿para qué? Ya tienen el poder. Pero ¡ay! es
que no todos los dioses son tan poderosos. Desde que quedó sólo uno verdadero,
los demás pueden ser silenciados, ignorados (“ninguneados”, dicen los nuevos
creadores de lenguaje incomprensible pero comprensible si es para alcanzar
Babel cuanto antes). Ahí está Ceres que, de presidir el Mercado de la Encarnación ,
despistada por voluntad ajena, es incapaz de acercarse al nuevo “Centro
Comercial” –laberinto sin Minotauro- porque no encuentra una puerta por la que
acceder. Lo mismo que el público, indígena o turista, potenciales compradores
perdidos en la impotencia, pues es imposible catar lo que se ve. Que al no ser
dioses, no son etéreos; y lo corpóreo es incapaz de cruzar el cristal que sólo
la vista traspasa. “Lo verás…”. Hasta que el comerciante al otro lado se vea
obligado a cerrar su tienda, dado que la vista alcanza, pero no compra. No
puede. Para eso tiene que intervenir el resto del cuerpo, que no es etéreo.
Así
que Ceres también es corpórea, no etérea. Y sin puerta no hay sitio para Ceres.
Cero para todos: constructora, arquitecto, ayuntamiento (sabemos cómo se
escribe, pero aquí sólo “ayuntan”). O estos tienen más poder que el mismo Zeus,
o los dioses no existen, para cumplir el pragmatismo de seres tan creyentes
como las autoridades y los concesionarios. Claro, que ellos creen en otras cosas.
Son “realistas”… ¿van a “ningunear” hasta al Rey? No sería propio, que también
dicen ser monárquicos. Pues el otro realismo, el de realidad, tampoco se ve,
pese a la transparencia de los cristales por dónde puede verse el Mercado y el
aburrimiento de los mercaderes, incapacitados para atraer público si no hay por
dónde acceder.
En
ese desierto coronado por hongos gigantescos, cuyas láminas pueden caer en
cualquier momento -“pero no ha pasao ná…”
(todavía)-, predica Paco, el carnicero. Solo, en un desierto de 4 m2 . Solo, porque
los desiertos no tienen puerta, porque tampoco no están cerrados por una valla
de cristal, cuyo espejismo es mucho más fuerte que el del sol sobre la arena.
Aquí no hay arena, que esto no es un desierto, es una faena. A lo mejor, cuando
todos los placeros se vean obligados a dejar su puesto, el desierto resultante
se convierte en un precioso centro comercial, con tiendas florecientes durante
los cuarenta días y cuarenta noches que dure la ilusión del genio constructor
del ingenio. Porque el público, la gente, seguirá viendo el contenido, pero no
el hueco por el que acceder a esa ropita magnífica y magníficamente conservada
entre cristales blindados transparentes. O abrirán una puerta. Entonces, sí.
¡Que gente!
El
trabajo que cuesta hacer las cosas bien. Y, cuando se han equivocado, el que
les cuesta reconocerlo y rectificar. Se ve que de sabios tienen mucho menos
que de soberbios.
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