miércoles, 5 de diciembre de 2012

Un regalo de Rafael Sanmartin
publicado en VIVA el dia 4 de Diciembre de 2012


Patio de Monipodio

Rafael Sanmartín

 

LA PUERTA DE CERES

 

            Habrá que pedírselo a la diosa, a ver si todavía no ha caducado la época de los milagros, pues aquí nadie hace caso ¿para qué? Ya tienen el poder. Pero ¡ay! es que no todos los dioses son tan poderosos. Desde que quedó sólo uno verdadero, los demás pueden ser silenciados, ignorados (“ninguneados”, dicen los nuevos creadores de lenguaje incomprensible pero comprensible si es para alcanzar Babel cuanto antes). Ahí está Ceres que, de presidir el Mercado de la Encarnación, despistada por voluntad ajena, es incapaz de acercarse al nuevo “Centro Comercial” –laberinto sin Minotauro- porque no encuentra una puerta por la que acceder. Lo mismo que el público, indígena o turista, potenciales compradores perdidos en la impotencia, pues es imposible catar lo que se ve. Que al no ser dioses, no son etéreos; y lo corpóreo es incapaz de cruzar el cristal que sólo la vista traspasa. “Lo verás…”. Hasta que el comerciante al otro lado se vea obligado a cerrar su tienda, dado que la vista alcanza, pero no compra. No puede. Para eso tiene que intervenir el resto del cuerpo, que no es etéreo.

            Así que Ceres también es corpórea, no etérea. Y sin puerta no hay sitio para Ceres. Cero para todos: constructora, arquitecto, ayuntamiento (sabemos cómo se escribe, pero aquí sólo “ayuntan”). O estos tienen más poder que el mismo Zeus, o los dioses no existen, para cumplir el pragmatismo de seres tan creyentes como las autoridades y los concesionarios. Claro, que ellos creen en otras cosas. Son “realistas”… ¿van a “ningunear” hasta al Rey? No sería propio, que también dicen ser monárquicos. Pues el otro realismo, el de realidad, tampoco se ve, pese a la transparencia de los cristales por dónde puede verse el Mercado y el aburrimiento de los mercaderes, incapacitados para atraer público si no hay por dónde acceder.

            En ese desierto coronado por hongos gigantescos, cuyas láminas pueden caer en cualquier momento -“pero no ha pasao ná…” (todavía)-, predica Paco, el carnicero. Solo, en un desierto de 4 m2. Solo, porque los desiertos no tienen puerta, porque tampoco no están cerrados por una valla de cristal, cuyo espejismo es mucho más fuerte que el del sol sobre la arena. Aquí no hay arena, que esto no es un desierto, es una faena. A lo mejor, cuando todos los placeros se vean obligados a dejar su puesto, el desierto resultante se convierte en un precioso centro comercial, con tiendas florecientes durante los cuarenta días y cuarenta noches que dure la ilusión del genio constructor del ingenio. Porque el público, la gente, seguirá viendo el contenido, pero no el hueco por el que acceder a esa ropita magnífica y magníficamente conservada entre cristales blindados transparentes. O abrirán una puerta. Entonces, sí. ¡Que gente!

            El trabajo que cuesta hacer las cosas bien. Y, cuando se han equivocado, el que les cuesta reconocerlo y rectificar. Se ve que de sabios tienen mucho menos que  de soberbios.

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