Torre Sevilla no es un
nuevo icono de la ciudad, sino un edificio más entre miles idénticos que se
alzan por todo el mundo
14 Noviembre, 2016 –
Carlos Colon Diario de Sevilla
Propongo a un estudiante de Arquitectura o de Historia del Arte la
siguiente tesis doctoral: "Concepto socialista del icono arquitectónico
sevillano". Para Monteseirín lo eran las setas y para Espadas lo es la
Torre Pelli. Lo ha dicho al visitarla, profetizando que su entorno se va a
convertir en "la manzana de oro de Sevilla". Vamos a ver, criatura:
el icono arquitectónico es una pieza singular e identificable que se integra en
un entorno hasta el punto de convertirse en su símbolo. Y la Torre Sevilla es
un edificio más entre miles idénticos que se alzan por todo el mundo.
Para que usted lo entienda: iconos son Nôtre Dame (1345), el Arco del
Triunfo (1830), la torre Eiffel (1889, en su día atacada, lo sé, pero diferente
a cualquier otra estructura de hierro) y el Sacré Coeur (1873-1914). El Arco de
la Défense puede que llegue a serlo, ya se verá, pero la horrenda torre
Montparnasse y el asqueroso Forum Les Halles -errores que París no volvió a
cometer- nunca lo han sido ni lo serán. Lo que convierte un edificio en un
icono no es su antigüedad o modernidad, sino su originalidad y su capacidad de
representación. Si cruzamos el Canal resulta que, pese a la antigüedad de la
ciudad atestiguada por los mil años largos de la Torre de Londres, los iconos
londinenses más famosos son de 1819 (Piccadilly Circus), 1845 (Trafalgar
Square), 1859 (Big Ben) y 1894 (Puente de la Torre).
Sevilla, señor alcalde, tiene unos cuantos iconos universalmente
reconocibles a los que su antecesor, con esa generosidad socialista para
designar iconos, aportó las setas y la Torre Sevilla. El ENGENDRO de la
Encarnación difícilmente lo será, además de fracasar comercialmente tras haber
sido proclamada otra "manzana de oro"; y la Torre Sevilla jamás lo será.
Ambos falsos iconos forman parte de lo que Llàtzer Moix denuncia en su
recomendable libro Arquitectura milagrosa (Anagrama), en el que analiza el furor desatado en España desde los fastos
del 92 y especialmente desde que el Guggenheim catapultara a Bilbao "de la
grisura postindustrial a los brillos de la economía terciaria", desatando
"una competencia desaforada para construir edificios más visibles, más
grandes, más caros, diseñados por arquitectos estelares"; olvidando
"el equilibrio entre forma y función y la finalidad última de la
arquitectura: servir a los ciudadanos". Olvidando también, añado, su
terrible impacto en los conjuntos históricos.
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