viernes, 14 de marzo de 2008

Dos historias de los 50

Archivo de la experiencia



Poco más de diez años tenía en aquel verano del 59, cuando empezaron aquellas vacaciones en las que sucedió este recuerdo. Cierto es que estas consistían, especialmente, en no tener que levantarme temprano para acudir al colegio, y, aparte de jugar en la calle, disfrutar de un polo de menta, y cazar zapateros, se complementaba con alguna esporádica excursión dominguera a la playa, alternándola con el refrescante baño de la piscina publica. Por las noches, teníamos secciones multitudinarias frente nuestro televisor que llenaban los corredores de vecinos.

Aparte, de ayudar misa por las mañanas en el convento de las Carmelitas, y las propias carreras tras una pequeña pelota de trapo para quemar las energías, solo cabía esperar, alguna que otra tarde, la llegada del camión de melones para, junto a otros chiquillos descargarlos, como si de un juego se tratara, pues todo consistía en lanzarlos como pelotas a las manos del encargado para que este formara una gran pila en el puesto que se instalaba en la calle, y cuya recompensa al finalizar era degustar el suave almíbar de la pulpa de aquellos que se estrellaban contra el suelo. Ni que decir tiene que era cosa que pocas veces sucedía, pues era motivo para que en lo sucesivo no te permitieran hacerlo.

En medio de la calle, una gran montaña de arena de unas obras de adoquinado que no parecían acabar nunca, en las que tanto disfrutamos dos largos veranos, realizando inútiles trampas con cañas y cubriéndolas con papel para que aguantara la fina capa de tierra. En ocasiones, algunas noche nos daban dinero para ir al cine, especialmente el Regina, a General, donde los árboles colgaban bombillas de colores con efecto de frutos luminosos, y las damas de la noche florecían para camuflar los olores de adobos refritos, en el aceite de la temporada, mientras nos comíamos el cucurucho de chochos y Stan Laurel y Oliver Hardy, bajo la bóveda de estrellas concluían su historia con un final feliz, y en la gigantesca pantalla con el The End, y solo si sobraba algo, a la salida dábamos cuenta de un platito de higos chumbos.

Aquello era disfrutar. Cierto es que no todos podían. En el barrio la chiquillería, advertía los desequilibrios económicos existentes, más si la orfandad se juntaba con la pobreza existente llenando corralones de vecinos. Acaso fuera, por estar en aquel momento en el grupo espontáneo que se forma en la afinidad de la edad, esa que deambula de un lado para otro, sin saber el porqué, el caso es, que no acierto a recordar la causa que nos condujo hasta aquella fuente con peces de colores, que antes fuera de la plaza de abasto, y que pasó a formar parte de la pequeña plaza arbolada a la que llaman la Encarnita.

Tal vez fuera la calor, que hizo en aquella tarde estival, la que me llevara a buscar el frescor de aquella placita cercana para colocar en alineación las cañas para una prometedora caza en el reguero de agua de una fuente sin fin, cuando, al llegar sabía que debía de esperar, pues allí estaban varios de aquellos picaros vivientes, salidos de un entremés cervantino, que por ser algo mayores, eran los más atrevidos, aquellos que, castigados en su pobreza, solían campear en el peligro sin advertirlo.

Rebeldes y orgullosos siempre agudizaban el ingenio para inventarse cosas, cuando de repente algo hizo que se sintieran hijos de la mismísima Procúla Julia y herederos universales de la poderosa Isbiliya, y despojándose de sus ajadas camisas y sus remendados pantalones cortos, desnudaron sus famélicos cuerpos para convertir el placido hábitat de las carpas doradas en una therma particular, en su hammam de placer, más que para paliar el calor, aplacar su rebeldía contenida, trasgrediendo lo prohibido, en la ausencia del guarda jurado, vigilante del orden, que posiblemente se encontraría en el sopor de la siesta.

Al instante, la pileta quedó convertida, simulando, en su dulzor, un Lepanto de chapoteos, una batalla al calor, llenándose de embarcaciones recreadas en palos, cañas, tablas y todo lo que flotara, entre salpicones y zambullidas. Aros de barricas de arenques, que sirvieron de ruedas transportadoras, e incluso alambres de guías, quedaron en la verdina del cenagoso cieno hundidos por el fragor del acuático combate, mientras las fauces de los leones rebozaban de agua los bordes de mármol, para que se llenara la placita de avispas y de libélulas apareándose, en el equilibrio imposible de rojas y amarillas, de amatorias “pegaeras”.

Mientras se secaban al sol, decidí, sin saber la causa que me impulsó a ello, retirar de las turbias y agitadas aguas, los restos flotantes de aquel naufragio: un palo, una tabla, dos trozos de caña de escoba, un corcho, una rama larga, un alambre gordo. De pronto, un aviso, ¡guindi!. Una carrera, una estampida, y todos desaparecieron. Allí me quedé, cubierto con mi pañuelo con cuatro nudos en los picos sobre la cabeza, que me protegía del despiadado sol en su cenit, continuando tranquilamente aquella cívica tarea, ayudado por un alambre, hasta conseguir el taco de madera que aun se mecía en la recobrada calma de la “bajamar”.

Por la mirada amenazante del inesperado guardia municipal aproximándose, me di cuenta del motivo de la desmandada. Pero no tenia nada que temer, era evidente que estaba limpiando la fuente.

El agente me cogió brutalmente por la espalda, siendo un niño de apenas diez años, como si de un malhechor se tratara, arrugando dentro de su enorme puño la planchada camisa roja que llevaba y, preguntándome donde vivía, me hizo recoger todo lo que había sacado del agua. De esta manera despiadada, me condujo cual delincuente, fuertemente asido hasta mi casa, con la amenaza continuada de ser denunciado como el causante de arrojar en la fuente publica todo aquello que, a modo de prueba, me hizo portar para mayor escarnio. Suerte que mis padres no creyeron ni una sola de las palabras de aquel agente, pues sabían perfectamente que nunca, por como me educaron, podía haber realizado un hecho semejante. Desde entonces, cuando observo que algo flota en una fuente publica, por más que me duela, ni por asomo, lo retiro.


Y este es el otro

Archivo para la memoria (2)



A punto de cumplir los doce años, y como cada día, antes de que empezaran las clases, me preparaba para ayudar la obligatoria misa en la Pía Institución, mientras sacaba del armario los de acólitos para revestirnos, veía colgando en sus perchas los preciosos trajes celestes de la escolanía.

Tenía este colegio de curas dos secciones bien diferenciadas, eran como dos colegios apartes, dentro del mismo edificio, a tal punto que, en las masificadas aulas de la gratuidad su dureza espartana se dejaba sentir en las palmas de las manos, mientras un sutil “versalles” se encontraba tras la cancela divisoria. Benefactor y beneficiado, juntos y separados. Sombras por Sol, brillo de reluciente espejo, en Luna. Oscura puerta, a la pobreza, jardines a la opulencia. La severidad de los silencios, los rezos obligados, las filas de lentos pasos, todo tenía una marcada disciplina a nada que se traspasara la estrechez de la puerta, por la que difícil lo tenía aquel del grupo del azogue que quisiera transgredirla.

Era normal, para dominar, para amansar, a los rebeldes de carácter, (algunos, en la desgracia de una injusta orfandad, criados en la calle, y muchos, sin recursos), que estos, en castigo disciplinante le sirvieran la comida, a aquellos alumnos que no pertenecian a esta benefica seccion. Una cura de humildad, que era, en el interior de su rabia, una humillación a la que le sometían los curas, de la que se vengaban metiendo el sucio dedo gordo en el plato de la sopa, incluso llegando a escupir en el antes de colocarlos en los manteles de la exquisitas mesas.

El hecho de ser monaguillo, que tenia su guasa levantarte antes para que todo estuviera preparado, además de no tener que formar parte de la larga y silenciosa fila, eximia de estos “servicios”, es más, con el tiempo las sintonias con los “padres” iba creciendo al punto conocer al dedillo todos los pequeños detalles diferenciadores entre estos, en definitiva las manias, en vestirse, en la forma de entregar las vinajeras, incluso el modo de tintinear las campanillas, o alzarle la casulla, lo que nos hacia alcanzar un status envidiable, obtener una cierta flexibilidad y tolerancia en el estudio, y gozar de ciertos privilegios en los castigos colectivos, pues estos se tenían que levantar, para oficiar la ceremonia eucarística.

Lo mismo ocurria con los niños cantores, inclusos a estos se les dejaba jugar al fútbol con un balón de cuero en el patio del “otro colegio”. Me fascinaba ver aquellos trajes colgados en la sacristía, diría que tenía unos vehementes deseos, pero no para jugar al fútbol con un balón de cuero, sino por verme vestido de esa guisa.

Mira por donde, parecía que iba a tener la oportunidad, cuando al cambiarles la voz a varios de ellos se anunció que habría una prueba para incorporar seis nuevos. Por todos los recursos a mi alcance, en la confianza adquirida con los sacerdotes, pedí a los padres que me echaran una mano para lograr pertenecer a la escolanía, donde más de doscientos niños sabía las ventajas que aquello tenía.

Aunque buscaban entre los más pequeños, al objeto de que la formación vocal fuera mas duradera en el tiempo, durante varios días estuvieron, por ser justo, probando todas las voces, con lo que cada tarde, unos veinte, al acabar las clase esperaban su turno para ello.

Cuando me llegó, tenía el convencimiento de que me escogería, pues sabía la misa en latín perfectamente.

El padre Manuel, era el examinador, estaba sentado en una silla y delante de el iban pasando, para realizar una escala, uno a uno, no sin que algunos le hiciera levantar de esta, al darle la risa, y se ganaran un coscorrón.

Ardua tarea la de convertir aquellos pequeños diablillos en celestiales querubines, para que sus increíbles voces de gritos y algarabías en el gris patio, trasformarlas para que en la iglesia sonaran como si procedieran de la mismísima Gloria. Mi confianza subía, pues era este sacerdote al que más veces había ayudado en sus misas, y ninguno de los que me antecedían resultaron elegidos.

Frente al el, dispuse una sonrisa de complicidad. A ver, me dijo, que haces tú aquí. Parecía una acusación, cuando el conocía perfectamente los motivos, y cual era el registro de mi voz de tantas salves entonadas a su lado, y si no era excelente, al menos las ganas de hacerlo bien no me faltarían.

Era el ultimo paso para lograrlo y no respondí, solo doblé la cabeza, como contestando, pues ya ve usted. Transformándose irrumpió, venga, di la escala. Así me dispuse, pero cuando solo había dicho DO, el dijo NO, rotundo y decepcionante. Por mi cabeza sentí que nunca me podría vestir aquella ropa celeste digna de un príncipe de algún reino.

De siempre pensé que todo se debió a que era un buen monaguillo, al que todos los sacerdotes querían, y este, sospechando que si pertenecía a la escolanía, no volvería a ayudarles misa, y tendrían que preparar a otro, fuera motivo suficiente para que el padre Manuel, ante la posible presión del resto de sacerdotes se vio forzado, nada menos que en la primera nota musical, un tímido Do que apenas salió de mis labios, a rechazarme. De todas formas, si hubiera pasado la selección pude saber que nunca hubiera cantado. A los pocos días, armándome de valor, con la complicidad de otros monaguillos, descolgamos algunos de los trajes, pues eran todos iguales, con la intención de vestirlos, y el inoportuno estirón propio de la edad hizo que el deseado ropón me quedara de un ridículo espantoso, del que aun me río al recordarlo.

A pesar de todo, me quedó ese resentimiento hacia el buen padre Manuel, por no haberme dejado, sabiendo la ilusión que aquello me causaba, llegar al SI.

No hay comentarios: