No es igual, ni es lo mismo, momo que moma, porque su
diferencia no está en la transformación
gramatical del genero. Momo no tiene femenino, aunque como broma se
travestiza de hembra.
El momo era un susto permanente, algo que podría venir, como
el hombre del saco, creando tanto miedo que obligaba a los niños a estarse
quieto, e incluso a comerse las verduras. ¡Que viene el momo!
La excepción eran las espinacas que, a pesar de que no
suelen gustar a los menores, estas eran tragadas sin rechistar, tan solo porque
la Wagner tuvo la ocurrencia, por encargo de los productores agrícolas, de
crear a Popeye, ídolo generacional, que las ingería para multiplicar de
inmediato su fuerza, estrategia para un desaforado consumo por la chiquillería,
tal vez para vencer al momo si este se presentaba.
Momo fue una divinidad griega, y un dios de Roma, que se aun
se venera en Gades cuando se acaba el invierno, y que en la Hispalis recibe
adoración en las cuatro estaciones, incluidas las del metro de la Encarnación.
Este ídolo de la burla, de la broma, se representaba con una
zeta, como las del zorro, pero en la ciudad de la gracia, a las setas le dicen
champiñones. Con che, de cheque, o de chocolate, puro teobroma, manjar de dioses.
Me consta, que en más de una ocasión se llevaron creaciones
para que fueran expuestas en Nueva York, en el mismísimo Moma, para que sus
autores obtuvieran el prestigio de que tal circunstancia aparezca en su
historial, que por cierto se paga en dólares.
El momo aun sirve para asustar la ingenuidad infantil, pero
lo que se tiene que tragar no es precisamente verdura, cuando aparece esa
burla, travestida en diosa, que tanto pavor causa tan solo viendo sus marcas,
ya sea en Burgillos o en la Encarnación. Lo cual hace pensar que aquello, de pura
risa, saldrá caro.
Francisco Rodríguez Estévez
Sevilla 27 de Enero de 2006
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