domingo, 14 de septiembre de 2014

En el tejado
Por primera vez en estos casi cuatro años que  diariamente acudo  a esta plaza de abastos  en temprana hora, cuando no es hora de clientes  y la mayoría de los puestos permanecen cerrados, ocurrió que al alcanzar  la solitaria calle del laberinto, allí, apoyada en la cristalera, parecía que esperaba una persona.
 Todavía estaba oscuro en ese amanecer por llegar, cuando la luz de la mañana aun no se apreciaba tras el enorme ventanal, del que no me cabe duda le colocaran la puerta automática, y aquel hombre,  estaba allí  aguardando  y sin decir nada, salvo que de continuo se asomaba a contemplar si llegaban las claritas del día, mientras que su impaciencia le produce una larga espera, acaso hasta la llegada del placero al que  parece tiene intención de hacer su  compra, cosa que le llevará, según el horario previsto de apertura, algo más de hora y media.
En estas circunstancias, se hace imprevisible cual es el valor del tiempo si merece la espera. Después de pasada madia hora, el observador observado, viene para interrumpirme  la inicial tarea cotidiana de preparación de las vitrinas, a la espera del momento en que me llegue algún cliente.
El buen señor, fidelísimo e incapaz de marcharse, ante los minutos de tiempo que lleva perdido. Se me acerca al mostrador,  y no hago más que preguntarle si desea algo, al objeto de venderle alguna cosa,  y me formula la pregunta que menos me interesa, quiere que le informe acerca de la apertura del establecimiento que espera. Cosa que sucederá cuando llegue.
Pudiera ser que la contestación dada fuera desacertada, pues evidentemente cada cual puede hacer con su tiempo lo que le venga en gana, y que decir con su dinero, incluso con su paladar. Así pues, continuó su espera. A veces esperar mucho nos puede hacer llegar tarde. Toda una enseñanza, es como lo de la pelota en el tejado. En la Encarnación no hay tejado,  pero bajo las setas llevo en espera tanto que el amanecer se me hace ya tarde.
En esto de la Encarnación, que ya el presagio de que el capricho fuera llamado las setas, tomando nombre del latín “funus hago” que viene a significar hacedor de funerales, como que tenía su guasa y en otras versiones, según Isidoro de Sevilla, que no era el vaquero Felipe si no un Santo, nos dicen que madera vacía, lo cual el vaticinio ya se hace terrible, saber documentadamente que en la intendencia de las legiones de Roma, la llamada “fomes” era parte del “set “de supervivencia que cargaban los hastatis, para iniciar el fuego.
Casi cuatro años para encontrar  esa  “deorum cibus”, que me permita el jubilo, y aparte de las “psilosibes” de la carroña, que no faltan, era de prever encontrar la peligrosa “panterina”.
 Ni que decir que el peligro está en las  venenosas, y es que el en las setas aparecen elementos que la hacen tan perjudiciales que ni el vinagre ni la miel pueden hacer más, que llegar a tiempo para un lavado gástrico, pues no puede quedar ni el menor rastro de su breve presencia   en la paredes del  vientre.  En el de Paris, como los champiñones, Les Halls se hizo pirámide, en el onfalo del Mundo, hacedoras de funerales.
En las setas,  puede ser cuando menos nocivo, incluir elementos impropios en el que pueden contaminarse, sin descartar la necrosis, en principio, en las partes cercanas a lo infecto, que en poco tiempo colmatará el resto,  y  la fomes recobrara su sentido de madera vacía después de los siglos.
Será pues el martes, como el Dios de la Guerra, cuando los del laberinto, tal vez como el de Miceas, que no tuvo toro suelto, que se sepa, y cuyo origen de mico, no es por “primate”, aunque lo parezca. Entonces estará en alero si el veneno de la seta, puede acabar, o puede acabar siendo un mito aquello de todos contra el fuego, del mito de la madera vacía y los legionarios. Existe la impresión que en la cultural de azogue, que ya nos la trajeron los fenicios, lo del la plaza poco importa si los placeros se tragan como le sucedió a Claudio el veneno de las setas que le preparó la “envenenadora”, que llamada “Langusta” debía de ser para un gusto del disgusto y se la recuerda porque le metieron todo lo que la del cuello largo  le fue posible, el caso es que  envenenadora y envenenado, sucumbieron como la “termithomyces” de los termiteros, extraños xilófagos que hacen crecer el monstruosos chingulugulu, para acabar en el mercado, como si fuera la oficina de la entidad bancaria, con final de oráculo, convertida en otra zona mas de bares y ocio. Qué lejos queda Roma. ¡Y la Pelli!
Sevilla a 14 de Septiembre de 2014

Francisco Rodríguez Estévez 

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